Espumas que se van III
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"Llovieron los aplausos y las monedas de propina que
fueron a dar a la caja de resonancia de la guitarra de uno de los músicos. El
único que permaneció imperturbable en esa circunstancia, fue el flemático
Philip".
Espumas
que se van
Parte 3
(Ganador del 57 Concurso
de cuentos del Nacional, 2002.)
Gilberto Parra
Imagen tomada de la página: http://para-viajar.com
|
Tercera
Parte
A Philip y a Theresa,
nacidos y criados en la Colonia Tovar, les eran muy familiares el ambiente, las
costumbres y el imaginario teutón, donde la cerveza y la salchicha forman un
binomio indisoluble, y dado que ambos tenían un vago recuerdo infantil de su
experiencia en el Oktoberfest, cometieron el error relativamente enmendado, de
pretender trasladar Baviera a Caracas, así sin anestesia y sin nada, no
obstante que irían haciendo graduales ajustes para que el contraste entre ambas
realidades no fuera tan brusco. Por ejemplo, pronto se dieron cuenta que el
repollo agrio no era muy grato a los paladares criollos. En cambio, sí
acertaron en cuanto el mobiliario y la utilería, la disposición de las mesas
esparcidas en el local y las jarras, sobre todo las jarras, donde se servía la
cerveza, pesadas jarras de cerámica color gris con capacidad de medio litro
cada una, tan pesadas y tan gruesas que mantenían admirablemente fría por mucho
tiempo la cerveza.
No es posible encontrar en
el mundo fuera del ámbito de la Cervecería Múnich, un binomio más
complementario que el de la cerveza fría con la salchicha alemana frita, dos
mitades que se complementan tan admirablemente como una sociedad comanditaria.
Es más fácil extraer el aceite cuando se mezcla con el agua, que ir a tomar la
Pilsen en la Cervecería Múnich y no acompañarla con la salchicha frita, cuya
omisión es casi un pecado de lesa lupulosidad.
Pero la cerveza no provenía de las miserables botellas, botellón, media jarra o tercio, sino de sifones o lisas. Philip decía con mucha pasión que él quería tener una cervecería, no un botiquín de mala muerte, donde lamentablemente la cerveza se sirve a través de botellas. Tampoco barras, como en otras cervecerías de Caracas, pues según él, las barras están hechas sólo para borrachones parlanchines y él quería una selecta clientela atendida directamente en las mesas. Nada de música. La flemática personalidad teutona de Philip no se permitía libertades más allá de Beethoven, Wágner, Bach y Mozart. Rotundo no a la música grabada o en vivo con los músicos ventetú que solían concurrir a los sitios nocturnos.
Sin embargo, para partir la
diferencia con la terquedad de Theresa, muy inclinada a la pegajosa salsa y a
los dulzones boleros de los cantantes de moda, se contrató por suscripción al
Hilo Musical, para que éste sirviera de suave fondo melódico con música ligera
o popular estilizada. En eso Philip no transigió con nadie, ni siquiera con los
populacheros clientes que a fuera de concurrir a la cervecería se hicieron
amigos de Philip. ¡Esto parece un velorio!, solía comentar el charlatán Pepe el
Gritón, aburrido de Ray Coniff, Clayderman y Billy Vaughn.
Pero esa consustanciación
de Philip con el imaginario teutón, le hizo sentir una brutal pena ajena en
nombre de sus antepasados, cuando una desgraciada noche, recién comenzando a
operar la Cervecería Múnich, apareció ante las cámaras de TV la abominable
figura de Adolf Eichmann, quien estaba siendo juzgado en Israel por sus
horrendos crímenes cometidos durante el holocausto judío. Con la cara roja de
vergüenza soportó estoicamente miradas y gestos sarcásticos por parte de la
clientela. Este desagradable episodio lo marcó por el resto del tiempo que
estuvo al frente de la Cervecería Múnich.
Philip y Theresa acertaron en la ubicación, la circunstancia y el concepto de
una cervecería, la cual no podía ser de otra naturaleza sino alemana,
específicamente bávara. La Avenida La Salle de Los Caobos, punto de
convergencia entre la academia, tan íntimamente ligada al etílico discurso de
éxitos y fracasos estudiantiles. También el deporte, tan hipócritamente
segregado del consumo de bebidas alcohólicas, pero en eterno matrimonio de
conveniencia entre deportistas, quienes pasaban más tiempo en los bares que en
el gimnasio y la cancha, y los aficionados, quienes si es verdad que no tenían
que rendirles cuentas a nadie y por tanto se daban la mano con los deportistas
en la cervecería, para discutir las incidencias de los eventos deportivos.
Igualmente la política, en
plena efervescencia de la lucha armada, para sellar pactos de honor en la
cómplice conversación ahogada por el bullicio del parloteo de los clientes
alrededor de las mesas. Pero sobre todo el erotismo, cuando la desinhibidora
espuma de la Pilsen secretamente destornilla cualquier resistencia al
requerimiento amoroso, más aún en ese escenario tan grato compartido entre
amantes en esa cervecería.
Muchos científicos de panzuda presencia y alopecia senil, apoyados por nalgudos
rastacuerismos, sostienen con mucha razón científica, pero con poca sindéresis
erótica, que el alcohol etílico en general y la cerveza en particular, deprime
el sistema nervioso. Tal aserto es válido para los hombres solamente, dado que
la extensión del pene requiere de grandes torrentes de sangre para llenar los
espacios cavernosos del pene, pero el diminuto clítoris no requiere más de una
pocas gotas de sangre para poner a sus dueñas al borde del lecho. “No hay mujer
incogible, sólo hay mujeres sobrias”, proclama Philip cada vez que sus
requiebros ponen en posición horizontal a la fémina A poco de inaugurada la
Cervecería Múnich, una ansiosa clientela inundaba el local, el cual pronto
comenzó a ser insuficiente para la gran cantidad de parroquianos de toda
índole.
Los estudiantes de la
Universidad Central, quienes concurrían en patota a contarse las incidencias de
las clases, pero sobre todo los exámenes. El grupo que formaban Benjamín
(cabezón de Carora), el gocho Romerito, el narizón Rivero, el impasible
Primitivo, le dieron al abigarrado local de la cervecería, la connotación de
salón de usos múltiples, sobre todo cuando se hacían acompañar de muchachas con
pretensiones de hacerles el sebo.
Los peloteros o pichones de
peloteros, con sus uniformes aún empapados de sudor por la reciente caimanera,
abanicándose el transpirante rostro con la deshecha gorra. La barra de los
Tiburones de La Guaira, con Pepe el Gritón a la cabeza, llenando los ámbitos
con sus cuentos subidos de color, con esa voz estentórea que sacaba de su
distracción a la concurrencia.
Los políticos, discretos
sujetos, quienes hablaban casi en susurros, para compartir entre ellos el
secreto de la lucha armada. Las mujeres, quienes en grupos de dos o tres o
cuatro, sin compañía de caballeros, quienes se sentaban discretamente en las
mesas más distantes, puestas a prueba por algún rascabucheador de oficio al
aceptarles o rechazarles alguna cerveza que enviaban con un mesonero. Los
artistas, apócrifos o auténticos, algunos de ellos disfrazados con boínas,
todos bohemios, los últimos en irse del local, casi a empujones, ya de
madrugada, aún después que se marchaban las parejas de enamorados, al cabo de
muchas horas y de profusa conversa y poco consumo, en virtud de su eterna
carencia de dinero para pagar las cuentas Toda una abundante fauna, variopinta
y plural, vinculada, aunque sin saberlo, por el afán onírico de Philip, quien a
juro quería trasladar la invernal Baviera a la tropical Caracas. Sin embargo,
por todos estos hechos, Philip se anotó muchos tantos a su favor.
Philip no se andaba con miramientos en aquello de mujeres, mejor aún, mujeres
bebedoras de cerveza, aquellas que bebían a pecho la fría Pilsen. Por eso,
cuando la Cerveza Caracas inició una de sus tantas exitosas campañas
publicitarias ideadas por CORPA, consistente en tres hermosas modelos, quienes
por sus apodos definían las características más notorias de la marca Caracas,
Aroma Fino, Sabor Alegre, Color de Oro, tres despampanantes hembras, a cual más
hermosa y cautivadora, que paseaban sus rostros y sus cuerpos por las pantallas
de la TV, que de acuerdo con el concepto de Philip, es lo más parecido a un
Oktoberfest tropical. Por eso, Philip, después de quedar electrizado por el
comercial televisivo, se empeñó en invitarlas a su Cervecería Múnich, para
promover su negocio, contemplarlas de cerca en todo su esplendor, aún a costa
de una buena suma de dinero que seguramente cobrarían las modelos y a costa
también de la ojeriza de Theresa, aunque agraciada con atributos físicos, pero
ni remotamente comparables con esas modelos.
Aroma Fino era una
morenaza, de generosos senos, muslos firmes y pantorrillas exquisitamente
torneadas. Sabor Alegre era de piel blanca, no muy alta, pero poseedora de un
rostro semejante a esas madonnas plasmadas en los lienzos renacentistas. Color
de Oro era una catirrucia de perfil griego, senos breves, pero un tan buen
moldeado cuerpo que se expande en los hombros y en las caderas y se aguza en
una delgada cintura abarcable al juntar el pulgar y el índice de cada mano.
Aroma Fino, Sabor Alegre,
Color de Oro, eso es lo quiere vender la Cerveza Caracas, pero ¿no es acaso
también lo que define la orina aún caliente, inmediatamente después que
abandona las entrañas de las hembras que Philip degustó tantas veces en sus
interminables sesiones de sexo oral? ¿No es acaso también la espuma que se
deshace en burbujas en las jarras de la Cervecería Múnich y en el envase donde
se deposita la orina?. Preguntas como esa se las hacía Philip cuando fijaba su
indiscreta mirada justo en la entrepierna de las modelos, haciendo un ejercicio
de suprema imaginación, cada vez que esas tres modelos visitaban la Cervecería Múnich.
En ese transvase automático de su sueño bávaro en la tropical realidad
caraqueña, Philip quiso organizar un Oktoberfest en la Cervecería Munich, pero,
para su pesar, fracasó rotundamente, al no obtener respuesta ni siquiera de sus
paisanos teutones de la Colonia Tovar. El otro temor muy fundado de Philip,
tenía que ver con la cultura etílica de los apasionados borrachitos criollos
versus sus flemáticos pares teutones, es decir, borrachitos ordinarios versus
borrachitos flemáticos, pero borrachitos al fin, sólidamente vinculados por la
consigna universal de Carlos Marx, su lejano antepasado teutón, quien proclamó
en una verdad del tamaño de su descomunal teoría, ¡Barrachitos del mundo,
uníos!.
Un viernes por la noche del mes de Julio, tal como lo había temido Philip desde
hacía mucho tiempo antes, se presentaron en la Cervecería Múnich cuatro
cañoneros, de sombrero de pajilla y vestidos con pantalones a rayas, como si
fueran payasos, quienes, por la elemental razón de encontrarse en el local de
una cervecería, interpretaron el conocido danzón que solía cantar Barbarito
Diez,
Pero en esta ocasión el
suave danzón se transformó en un intenso ritmo rucaneado
Una noche se sentó a mi mesa
Y en las copas bebí todo su amor
Transcurrieron sólo dos semanas
Tras las cuales mi vida se apagó.
Pero lo que más deleitó a la concurrencia fue aquello de:
Un querer que surge en una mesa,
Entre espumas se debe sepultar
Si un querer nació de una cerveza,
Otra cerveza beberé para olvidar
Llovieron los aplausos y las monedas de propina que fueron a dar a la caja de
resonancia de la guitarra de uno de los músicos. El único que permaneció
imperturbable en esa circunstancia, fue el flemático Philip.
Lágrimas Negras